Pink, A.W. – Elías

atributos de Dios

ELÍAS
Por Arturo W. Pink

Arthur Pink examina la vida del profeta Elías en este libro de 35 capítulos. Desde el principio de su ministerio hasta los puntos y eventos más sobresalientes, hasta su partidura, Pink examina el profeta.




CONTENTIDO del Elías de A.W. Pink

Introducción
1 La dramática aparición de Elías
2 El cielo cerrado
3 El arroyo de Querit
4 La prueba de la fe
5 El arroyo seco
6 Elías en Sarepta
7 Los apuros de una viuda
8 El Señor proveerá
9 Una Providencia oscura




10 Las mujeres recibieron sus muertos por resurrección
11 Frente al peligro
12 Frente a Acab
13 El alborotador de Israel
14 La llamada al Carmelo
15 El reto de Elías
16 Oídos que no oyen
17 La confianza de la fe
18 La oración eficaz
19 La respuesta por fuego
20 El sonido de una grande lluvia
21 Perseverancia en la oración
22 La huida
23 En el desierto
24 Abatido




25 Fortalecido
26 La cueva de Orbe
27 El silbo apacible y delicado
28 La restauración de Elías
29 La viña de Nabot
30 El pecador descubierto
31 Un mensaje aterrador
32 La última misión de Elías
33 Un instrumento de juicio
34 La partida de Elías
35 El carro de fuego




INTRODUCCIÓN

Generación tras generación, los siervos del Señor han bus­cado la edificación de los creyentes en el estudio del relato del Antiguo Testamento. En estos casos, los comentarios a la vida de Elías han ocupado siempre lugar prominente. Su aparición repentina de la oscuridad más completa, sus intervenciones dra­máticas en la historia, nacional de Israel, sus milagros, su par­tida de la tierra en un carro de fuego, sirven para cautivar el pensamiento tanto del predicador como del escritor. El Nuevo Testamento apoya este interés. Si Jesucristo es el Profeta “como Moisés”, también Elías tiene su paralelo en el Nuevo Testa­mento: Juan, el más grande de los profetas. Y, lo que es toda­vía más notable, Elías mismo reaparece de forma visible cuan­do con Moisés, en el monte de “la magnífica gloria”, “habla de la contienda que ganó nuestra vida con el Hijo de Dios en­carnado”. ¿Qué sublime honor fue éste! Moisés y Elías son los nombres que no sólo brillan con pareja grandeza en los ca­pítulos finales del Antiguo Testamento, sino que aparecen tam­bién como representantes vivientes de la hueste redimida del Señor —los resucitados y los traspuestos— en el “monte santo”, donde conversan de la salida que su Señor y Salvador había de cumplir en el tiempo designado por el Padre.




Es el representante “transpuesto”, la segunda de las mara­villosas excepciones en el Antiguo Testamento del reino uni­versal de la muerte, cuyo retrato se traza en las páginas que siguen. “Aparece, como la tempestad, desaparece como el torbellino” —dijo el Obispo Hall en el siglo XVII—; “lo primero que oímos de él es un juramento y una amenaza”. Sus palabras, como rayos, parecen rasgar el firmamento de Israel. En una ocasión famosa, el Dios de Abraham, Isaac y Jacob respondió a éstas con fuego sobre el altar del holocausto. A lo largo de la carrera sorprendente de Elías el juicio y la misericordia es­tán entremezclados. Desde el momento en que aparece, “sin padre, sin madre”, “como si fuera el hijo de la tierra”‘, hasta el día, cuando cayó su manto y cruzó el río de la muerte sin gustarla, ejerció un ministerio sólo comparable al de Moisés, su compañero en el monte. “Era”, dice el Obispo Hall, “el pro­feta más eminente reservado para la época más corrupta”.

Es conveniente, por lo tanto, que las lecciones que puedan derivarse legítimamente del ministerio de Elías sean presentadas de nuevo a nuestra propia generación. El hecho de que la profe­cía no tenga edad es un testimonio notable de su origen divino. Los profetas desaparecen, pero sus mensajes iluminan todas las edades posteriores. La historia se repite. La impiedad e ido­latría desenfrenadas del reinado de Acab viven todavía en las profanaciones y corrupciones groseras de nuestro siglo XX. La mundanalidad y la infidelidad de una Jezabel, con toda su te­rrible fealdad, no sólo se han introducido en la escena del día de hoy, sino que han penetrado en nuestros hogares y se han acomodado en nuestra vida pública.




A. W. Pink (1886-1952), autor de la presente vida de Elías, tuvo una amplia experiencia de las condiciones reinantes en el mundo de habla inglesa. Antes de fijar su residencia en la Gran Bretaña, alrededor del año mil novecientos treinta, había ejer­cido su ministerio en Australia y en los Estados Unidos de Amé­rica. Después se dedicó a la exposición bíblica, especialmente por medio de la revista que fundó. Su estudio de Elías es par­ticularmente apropiado a las necesidades de la hora presente. Nos toca vivir días en los que el alejamiento de los antiguos hitos del pueblo del Señor es vasto y profundo. Las verdades que eran preciosas a nuestros antepasados ahora son pisoteadas como fango de la calle. Muchos, ciertamente, pretenden predicar y promulgar otra vez la verdad con nuevo atavío, pero éste ha resultado ser la mortaja de la misma en vez de las “vestiduras hermosas” que los profetas conocían.

A. W. Pink se sintió llamado claramente a la obra de combatir la impiedad reinante con la vara del furor de Dios. Con este objeto acometió la exposición del ministerio de Elías, aplicán­dolo a la situación contemporánea. Tiene un mensaje para su propia nación, y también para el pueblo de Dios. Nos mues­tra que el reto antiguo: “¿Dónde está Jehová, el Dios de Elías?” no es una mera pregunta retórica. ¿Dónde?, ciertamente. ¿He­mos perdido nuestra fe en Él? La oración ferviente y eficaz, ¿no tiene lugar en nuestros corazones? ¿No podemos aprender de la vida de un hombre sujeto a semejantes pasiones que nos­otros? Si poseemos la sabiduría que viene de lo alto diremos con Josías Conder:




“Nuestro corazón, Señor, con esta gracia inspira:
Responde a nuestro sacrificio con el juego,
y declara por tus obras poderosas
Que eres Tú el Dios que escucha el ruego.”

Si tal es nuestro anhelo, la vida de Elías aventará la sa­grada llama. Si carecemos del tal, que el Señor use esta obra para traer convicción a nuestros espíritus indolentes, y para convencernos de que la prueba del Carmelo es todavía absoluta­mente válida: “El Dios que respondiere por fuego, ése sea Dios”.

S. M. HOUGHTON.

Enero, 1963.




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